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“Pescado Rabioso
Artaud
Microfón, 1973
320 kbps. | 71 MB aprox.
”
Cuando en 1973 Luis Alberto Spinetta cantó, durante un momento álgido de la que podría considerarse su obra cumbre, que “mañana es mejor” lo suyo, más que un mantra o una...

Pescado Rabioso
Artaud
Microfón, 1973
320 kbps. | 71 MB aprox.

Cuando en 1973 Luis Alberto Spinetta cantó, durante un momento álgido de la que podría considerarse su obra cumbre, que “mañana es mejor” lo suyo, más que un mantra o una pontificación, fue una declaración de principios. Después de todo, Pescado Rabioso (la banda que estaba destruyendo en ese momento, de manera consciente y calculada) había coincidido con un tiempo muy turbulento de su vida. Es típico: aquel que es considerado a la vista de otros como complaciente y santurrón busca rebelarse, soltar las ataduras y volar como Ícaro, tan cerca del sol que puede sentirse la carne chamuscada. Eso le pasaba al buen Flaco cuando Almendra se dividió para reinar, con los ramalazos del blues pastoso y volátil de Color Humano y la abstrusa y bella complejidad de Aquelarre pesando sobre él con la dimensión mítica de la espada de Damocles. Luis era considerado como el alma sensible de la perfecta alquimia de Almendra, el chico bueno de clase media que no podía escaparle a su destino colmado de poesía espléndida pero intrincada y una música adorable, dulce, reflexiva. Encontrarse entonces en el seno de La Pesada de Billy Bond, rodeado de tipos que en teoría habían tenido una existencia más dura -y por ende curtían una onda más áspera- que él debió haberle sabido, en aquel momento, como una iluminación. Por supuesto que aunque era visto con estos ojos nadie podía resistirse al inmenso, inacabable talento del Flaco, y fue por eso seguramente que el gordo Billy le abrió deseoso las puertas giratorias de su extraño y convocante colectivo a los albores mismos de este, que fueron también los comienzos de la década del ‘70. Allí, Spinetta se cruzó no sólo con un par de los ex Manal, que mucha onda no tenían con él, sino también con figuras inefables como Pappo, Pinchevsky y, por supuesto, el propio Bond. La utilidad de esta alianza probaría, para él, poseer los providenciales lados contradictorios de la daga mortífera, pues lo expondría a las endurecidas y callejeras estructuras del blues y el rock (que él sólo había paladeado circunstancialmente a través de la avispa de Edelmiro) pero también a la vida caótica y oscura de quienes eran sus intérpretes. Es conocida la anécdota del Carpo pintándole esvásticas al cuarto de Spinetta en un intento mediocre y estúpido por congraciarse con él a través de la única manera que Pappo sabía, la intimidación, pero ese es sólo uno de los aspectos que hicieron a la intrusión del Flaco en La Pesada un momento extraño para él. De la improbable unión queda registrado de forma indeleble en la historia de la música argentina uno de los temas menos conocidos y tal vez más fascinantes del amplísimo corpus spinetteano, la pantanosa y enigmática “El Parque” que adorna el final del lado A del primer álbum del grupo y lo tiene a Luis haciendo la cuenta inicial y manipulando con maestría las cuatro espesas cuerdas del bajo. Por supuesto, las tendencias mostradas en “El Parque” serían las que demarcarían el próximo camino que Spinetta emprendería, partiendo de las bases de esta aventura, y que tan solo un año y pico después destruiría conscientemente con la realización última de que hace falta quemar algunos puentes para ir para adelante. Ese sendero se llamaría, fiel a lo que quería expresar por entonces el Flaco, Pescado Rabioso, y lo mostraría munido de la dureza guitarrera del blues y su esencia voladora y extendida, la que decoraría de manera impecable el primer álbum del grupo Desatormentándonos pero que sería, para él, portadora de un costo humano altísimo, el de su propia salud mental y psíquica que se vio derruida en poco tiempo por el consumo de alucinógenos y una vida dilettante e irregular. Quiso el destino, y su providencial intelecto, que Spinetta se diera cuenta de que no hace falta escaparse de uno mismo y lo escribiera casi a continuación de Desatormentándonos, en aquel biográfico “¡Hola, Pequeño Ser!” que forma parte del segundo disco de la banda, Pescado 2, y en el que clama por retornar al camino de la imaginación y “aprender a vivir de lo que vos pensás”.

Esa es sólo una de las muchas enseñanzas que Spinetta ha diseminado en sus tantos álbumes, listas para que las procesemos y empleemos en nuestras vidas cotidianas, pero es una muy significativa; sobre todo porque lo fue para él. Difícil sería explicar si no que el furibundo y rabioso “Blues De Cris” (”sus ojos al final olvidaré”, clama allí con la acuciante contradicción del alma herida de amor) haya mutado en poco tiempo a la pastoral y conmovedora “Todas Las Hojas Son Del Viento” en la que, enternecido por la novedad de que la Cristina que hacia el ‘69 tuviera ojos de papel, voz de gorrión y pechos de miel fuera ella misma a dar vida le escribe a ella y a su futuro retoño una hermosa canción de cuna en la que, cándido y tierno, le aconseja las mejores maneras de criar un ser sensible y bien amado. Pero también, la sola existencia de este Artaud inimitable y -pese a este intento de ponerlo en palabras- indescriptible es un hecho de ruptura notoria y manifiesta contra ese estilo de vida que amenazaba con dejar marcas imposibles de remover en su prodigiosa mente. Después de todo, en el propio libro del disco admite la que era su visión privada, personal: Pescado Rabioso era, siempre había sido, él mismo. Aunque ataviada falsamente con una máscara de abrasividad y rebeldía sin demasiado sentido, detrás de toda esa idea tan estética como ética yacía el alma providencial del Flaco, esa que con su sensibilidad sin parangón había sabido canalizar el espíritu que nos preexiste en canciones que, sin importar lo poco convencional de su poética y construcción, lograban conectar con el zeitgeist de la época como pocas composiciones podían hacerlo. Esto no era demasiado comprendido por quienes lo rodeaban en ese momento, que en forma bastante literal han admitido no entender las ideas con las que Luis quería continuar su recorrido por la música popular argentina, más enfrascados en una visión entonces contemporánea pero creativamente reducida como era la del rock más pesado, casi blusero. Por eso es que el Flaco se terminó encontrando de cara con la problemática más interesante de las muchas que le tocaron en esos años: quedarse solo. Para un tipo cuya sola presencia, magnética y convocante, era la excusa para que cualquiera deseara compartir y departir con él, esa soledad debe haber sido a la vez un placer y un gran desafío. De aquella encrucijada, tan creativa como existencial, ha visto la luz este, quizás el álbum quintaesencial de lo que se conoce como rock argentino. Se trata, por supuesto, de algo más que un simple conjunto de (hermosas) canciones. Es la mismísima disyuntiva que un Spinetta de apenas veintitrés años tenía con su propia existencia, la que de a poco se le había ido oscureciendo, tomando un cariz opaco allí donde en un momento sólo había luz. Pero como él mismo se encargaría de recordarnos en aquella frase que se nos ha tatuado en la memoria, siempre existe la esperanza de un mañana, y para el Flaco ese mañana tuvo dos expresiones fundamentales. La primera fue conocer al gran amor de su vida, Patricia, que vendrá a llenar ese vacío que todos tenemos en un pedazo del corazón, donde siempre se espera a la pieza que complete el rompecabezas. La otra fue eminentemente social, pues en aquel 1973 se prometía, con el retorno del peronismo, el fin de la violencia por razones políticas en un país que se había visto sacudido con dureza por sucesiones de militares que tomaban el poder sólo para reprimir el pensamiento juvenil y proscribir al movimiento que encabezaba Perón, cuya figura casi deificada y pontificatoria se cernía como la gran ilusión que salvaría al tejido social argentino. Inspirado de manera decisiva por estas circunstancias confluyentes, utilizando las canciones que había venido escribiendo en los albores de este cambio y que sus antiguos compañeros no habían sabido entender, Luis fue convocando a viejos amigos suyos (Rodolfo García, Emilio Del Guercio) y canalizó en su obra la visión rupturista y surreal del poeta francés al que el álbum debe su nombre mediante una brutal combinación de líricas errantes y fantásticas e instrumentaciones tan bucólicas e intimistas como expresivas y enrevesadas. Muchas veces el avenimiento de lo nuevo, en lugar de sumirnos en el abismo de la incertidumbre, respira el vital aire que necesitamos para salir adelante, y eso fue lo que pareció suceder con la vida del Flaco y también con su música. Iluminado por la inminencia de la novedad, Spinetta destrozó de un solo y preciso sablazo todo su sombrío ayer y construyó sobre sus infames cenizas la más hermosa declaración de anhelo y amor que se le recuerde al rock de acá.

Porque sí, sin dudas: mañana es mejor.

“Nico
The End…
Island, 1974
320 kbps. | 95 MB aprox.
”
¿Qué es un final? Lejos de las especulaciones optimistas que nos sugieren que en todo desenlace existe un nuevo comienzo, creemos más bien que en cada fin hay, precisamente, una terminación, un...

Nico
The End…
Island, 1974
320 kbps. | 95 MB aprox.

¿Qué es un final? Lejos de las especulaciones optimistas que nos sugieren que en todo desenlace existe un nuevo comienzo, creemos más bien que en cada fin hay, precisamente, una terminación, un cierre necesario a una tarea desempeñada con el ahínco y la dedicación necesarias. Por supuesto, creer que en este hecho simbólico se esconden en realidad las fuerzas que nos darán energía para afrontar desafíos renovados no es algo de lo que haya que renegar, sino más bien todo lo contrario; cualquier subterfugio que sirva de excusa para poder tomar envión y arrancar de nuevo en un contexto en el que lo que prima es el sedentarismo y la falta de ambición es muy bien recibido. Por acá, sin embargo, creemos a rajatabla en los ciclos, y sabemos muy bien de sopesar las razones por las cuales algunos se acaban mientras que otros prosiguen. Las continuidades indefinidas, a nuestro modesto entender, conspiran contra la idea misma del arte, que supone la absorción e incorporación de influencias diversas en camino a la investigación de tendencias e ideas variadas y distintivas. Dicho progreso no puede lograrse sin detenerse unos minutos a pensar y aprender, y para ello es menester parar el movimiento continuo y reflexionar. Son tales momentos de recogimiento los que generan las mejores iniciativas, pues es en esa paz que los conceptos pueden decantar hasta alcanzar su forma más lograda. Dicha decantación es tan paulatina y progresiva como el horadar de la piedra por parte del curso de agua que, perpetuo, ejerce su fuerza natural en factores en apariencia invulnerables. En el caso de la psiquis humana, lo invencible es el quedo, el statu quo, la comodidad, el falso confort de nuestra contemporaneidad que indetermina las decisiones, dejando que las máquinas y las corporaciones las tomen por nosotros. Este fantasma es muy difícil de combatir, pero su único y mayor enemigo siempre será el pensamiento. Por supuesto que pensar y hacer pueden -y deben- convivir, pero sus dos tierras son espacios separados; el espacio de la idea y el de la praxis, aunque confluyentes en su carácter de expresión de intenciones, no podrían ser más diferentes en la manera en que se llevan a cabo. Una es todo introspección, todo espacio espiritual y mental, un continuo de conceptos que se yuxtaponen para dar a luz una nueva expresividad. El otro es el campo de la acción, meter las patas en el barro de la realidad para buscar cambiarla a partir de acciones individuales que despierten reacciones colectivas. La convivencia entre ambas es tal que la acción misma puede dar lugar a la expansión de la conciencia por la vía de la felicidad que se desprende del hacer; esto es, cuantas más cosas emprendemos, mejores ideas tenemos. Pero en la mayor parte de las ocasiones lo que se necesita es saber cuándo parar la pelota, mirar al horizonte y decidir con detenimiento para qué lado tirar el cambio de frente. No es fácil conciliar la acción permanente con el ansia de innovación que deviene del mundo de las ideas, pues nos sucederá que nos sentiremos atrapados en la cinta de Moebius de la rutina que nos persigue como una gran constante, constriñendo nuestra capacidad de reflexión y desinflando nuestras otrora azuzadas conciencias. Por eso es que los fines no necesariamente dan luz a otro comienzo, sino que en realidad son el punto necesario para poder volver a pensar cuál será la próxima aventura que emprenderemos en nuestro breve y temporal paso por este plano. Si sabemos retirarnos a tiempo sabremos también entrar a tiempo a la próxima instancia de nuestra evolución. Porque sí, amigos, se puede evolucionar mucho más allá de las cuestiones biológicas que demarcan nuestra existencia y que son los únicos factores de cambio inexorables. Se puede evolucionar dentro de nosotros mismos, creciendo, creando, pensando, haciendo, inspirados e inspirando, siendo uno el factor que modifique el contexto con su ansia perenne por encontrarle la vuelta a la cuestión del progreso que es tan necesaria para no quedarse estancado, ahogado por las maledicencias de la rutina.

Por estos lares siempre pregonamos nuestra entrega y voluntad total a los avatares del progreso, tratando en el ínterin que hemos durado de ir para adelante, de hacer y crear para uno pero también para los demás; sin pensar necesariamente en un público sino en un fin: el de ser, el de estar y sólo estando crecer. Tal es, justamente, la finalidad de este espacio. El análisis de un inconsciente marcado a fuego por la experiencia musical a través de la pormenorización de las muchas manifestaciones que se dan cita en tal fenómeno se transforma, por la vía del ciberespacio, en una misión y en un legado. En la eternidad -quizás falaz- que la nube etérea de lo virtual presupone, un lugar como este intentará erguirse por siempre, como una demostración de lo que puede hacerse cuando a la detención reflexiva se la prosigue con un llamado a la acción definitivo, con una aventura que no se detiene ante ninguna inclemencia y permanece, creciendo, ahí en el miasma de los bytes, listo para ser recogido por quien guste pasar por aquí y descubrir todo cuanto hay en nuestro extenso acervo. En el proceso de creación y acción que dio vida a este sitio hay, también, un crecimiento. No sólo hablamos del tamaño del archivo que va creciendo, por supuesto. Hablamos también del fin humano que hay detrás de estas muchas palabras, uno cuya preponderancia y tamaño son casi imponderables, huella imborrable ya no en el miasma del ciberespacio sino en la vida misma que produjo todo lo que ocurre por aquí. Pareciera un reduccionismo apelar a lo individual para hablar de algo que desde aquí mismo se antojó etiquetar como colectivo, pero en definitiva eso es. Un proyecto personal que se ha dejado, merced a las cuestiones añadidas a la fenomenología web, a merced de lo social, de ustedes que le dan un fin último a todo cuanto aquí pasa. Fíjense cuántas veces dijimos (escribimos) esa palabra, fin. Por supuesto, esto debe tener que ver con la inmanencia de la propia conclusión que en poco tiempo se abatirá sobre este espacio, pero también con sus muchos significados y con la pregunta que abrió esta disquisición. Un fin es a la vez una terminación y un objetivo, tal su cruel ironía. Por eso el propósito debe ir separado necesariamente de la exigencia de darle un marco temporal, un desenlace que no opaque aquello que se deja sino que sea lo justo y exacto para darle su adecuada dimensión. Eso es lo que intentamos por acá esta vuelta, justamente. Oponer a la cuestión de lo atemporal un proyecto con una extensión determinada, una coda al concierto que reflejan tantas músicas aquí coexistentes que sirviera a la vez como celebración y como debido contexto para todo lo que ya de por sí habíamos dejado antes de nuestra primera pausa, esa que se antojaba eterna pero que terminó siendo apenas un hiato, un modesto impasse. No es el caso de esta vuelta, amigos, pero eso es precisamente lo que este lugar necesita: un cierre adecuado, un festejo de su mera existencia, un bonus track de esos que nos dejan contentos y nos permiten pasar a lo siguiente sin temerle a lo que vendrá sino esperándolo, armados justamente con el optimismo y la esperanza de que algo mejor vendrá una vez que aprendamos a despojarnos de eso que cumplió su ciclo vital y hoy se antoja como una habitación cerrada. No es necesario que tiremos la llave, por supuesto; siempre tendremos en ella un espacio donde descansar. Pero sí es menester entender que no podemos quedarnos encerrados en ella, que el mundo es demasiado grande para no pensar en que en alguna de sus esquinas hallaremos lo que sea que buscamos, lo próximo, el porvenir; lo que vendrá. El futuro es inexorable, como lo es la impermanencia, la diversificación constante de nuestras vidas en las alternativas más peculiares. Habrá que abrazar, entonces, lo inasible, lo impredecible. Dejarse ir hacia aquello que empieza a dibujarse ni bien se cierra un círculo, para empezar de a poco el lento y progresivo proceso de redibujar los bordes de la espesa neblina que se nos aviene y descubrir tras su fugaz velo la corporeidad de lo nuevo, la seductora forma del porvenir. La vida nos obliga a hacerlo, después de todo, y es por eso que debemos ser los únicos dueños de nuestros desenlaces, poseedores del margen que delimita lo que queremos lograr. Sólo así, sabiendo bien de espacios, tiempos y ciclos, entenderemos cuándo es hora de ir más allá dejando lo que irá a terminarse atrás, sin olvidarlo sino tomándolo como se toma impulso para avanzar.

La obra que dejamos, después de todo, será lo único que nos sobrevivirá. Entendamos bien, entonces, cuándo es hora de dar por terminado lo concluido y descubrir hacia dónde ir después.

“Shabazz Palaces
Lese Majesty
Sub Pop, 2014
320 kbps. | 102 MB aprox.
”
¿Qué es el futuro? ¿Por qué nos importa tanto hacia dónde vamos, y cómo? ¿Existe alguna respuesta al interrogante que acucia más que el tiempo que transcurre, irredento? ¿Cuándo...

Shabazz Palaces
Lese Majesty
Sub Pop, 2014
320 kbps. | 102 MB aprox.

¿Qué es el futuro? ¿Por qué nos importa tanto hacia dónde vamos, y cómo? ¿Existe alguna respuesta al interrogante que acucia más que el tiempo que transcurre, irredento? ¿Cuándo fue que empezamos a preocuparnos por el mañana? No me imagino a uno de los primeros homínidos que habitaron este planeta pensando, con sus arrebatos aleatorios de conciencia, en la posibilidad de que un día sea otra cosa que una imitación de su antecesor y una imitación de su posterior inmediato. Entonces esto tiene que ver no con la noción del tiempo como algo lineal, reiterado y constante, sino con una idea primaria: la de la evolución. Tiene lógica, si lo pensamos. Después de todo, si estamos aquí es -en teoría, como siempre hay que aclarar- gracias a ese proceso evolucionario, que comporta una suerte de mutación en la esencia que nos hace seres vivos; un cambio paulatino, pero constante, lento, pero progresivo y, por sobre todas las cosas, indetenible. Es por esta fijación con la teoría evolucionaria, supongo, que cada tanto nos ponemos a pensar en el futuro, y en la posibilidad de vislumbrar de alguna manera en que consistiría. Por supuesto, la tentación de elaborar ucronías es avasallante, casi diría que inevitable. Así como nos valemos de la evolución para justificar nuestra fijación con el pasado, no es menor darse cuenta de que el sostén verbal de lo que somos se estructura en derredor de teorías, es decir, de elaboraciones conceptuales cuyo peso de prueba es constante, tal como el tiempo, y cambiante, tal como nosotros. Cualquier dato contradictorio puede modificar las variables que conocemos y sobre las que basamos nuestra conciencia, tal como los hechos y fenómenos que nos sobreexisten modifican nuestro tejido hasta hacernos cambiar, adaptarnos, evolucionar. Lo que más miedo nos da es aquello que no podemos manejar, lo impredecible, lo inasible. Hemos venido a esta tierra con la ilusión del control, de que tener una mente que es capaz de procesar información y estructurarla nos da poder sobre las fuerzas naturales que son a la vez nuestro cobijo y nuestra sepultura. Día a día, empero, nos terminamos dando cuenta de que nuestra evolución no depende de aquella data que manejamos, atesoramos y clasificamos sino de cuestiones que no podemos manipular a nuestro gusto. Por eso nos movemos alrededor de la noción de un futuro concreto, de un mañana -a mediano, corto o largo plazo- que es también inexorable. El sol sale y luego se esconde, eso es todo lo que sabemos; en consonancia con esto creemos saber que en las entrañas de ese mañana que se abate, soleado, sobre nosotros se esconde la amenaza de la pérdida de control. Por eso nos preparamos, nos blindamos, hacemos teorías sobre lo que va a pasar y a partir de ellas construimos el templo de nuestra propia existencia. Ese es el engaño del pensamiento a futuro, el abandono total del hoy para organizar el blindaje del mañana, la voluntad inquebrantable del ser humano, la confianza en el propio intelecto como manera de combatir lo que de todos modos va a pasar. La amenaza perenne de la muerte irguiéndose sobre nuestras cabezas con precisión damocleana, y nosotros armando castillos ficticios llenos de palabras y previsiones para pensar que al menos podremos dormir mejor cuando llegue ese momento en que no nos vamos a despertar jamás; enfrentados además a la paradoja fatal de no saber exactamente cuándo va a ser. La ilusión del control derrumbándose, entonces, como el castillo de naipes de nuestras previsiones, enfrentada a lo impredecible, lo natural, lo único que es cierto: que nunca sabremos qué nos deparará el mañana. ¿Ustedes cuándo creen que los dinosaurios supieron que algo andaba mal? ¿Creen que esa realización les dio tiempo a prepararse para lo que estaba por venir, o simplemente se achicharraron ante el peso indefectible de ya no ser? Entonces, vuelvo a la primera pregunta, amigos: ¿qué es el futuro?

Vivimos en una civilización fijada en el pasado, obsesionada por deconstruirlo, sobreanalizarlo, metabolizarlo para alcanzar la homeostasis de nuestras conciencias. Si le encontramos sentido a la existencia que nos tocó dentro del gran esquema de las cosas que nos preexiste y nos enterrará, entonces será que habremos llegado a la iluminación que supone darse cuenta de que no estuvimos acá ocupando oxígeno al pedo, sino que todo lo que hicimos fue una nota armónica en la consonancia melódica del universo. Por supuesto, no todos podemos transformarnos en seres históricos, y quizás por eso es que nos obsesionamos con la fama y la fortuna, formas mutadas del heroísmo con el que blasonamos a los tipos que se hicieron trascendentales conquistando por la vía de la sangre, expiando sus propias vidas miserables a través de las que le arrebataban a los demás, los anónimos, los que nunca supieron que el sentido de su estadía en el mundo era eternizar la de su propio oponente (otra de las tantas ironías del ser humano). Pero eso tampoco nos hará eternos, porque -en esto espero no ser demasiado sorpresivo- la eternidad no existe. No estoy diciendo esto porque el concepto de eternidad sea inasible para nosotros, meros mortales, sino porque más allá de lo que ven los ojos lo eterno también es perecedero en su transformación y extinción, en su reinvención y adaptación. Si adherimos a las máximas de Heráclito (no por nada conocido como “el oscuro”) la permanencia sólo es, por sí misma, impermanencia. Nunca somos los mismos, no hay mañana que no nos encuentre modificados de una manera tal que trasuntamos tantas existencias como días haya en los que nos hayamos transformado. Nuevamente aquí los ataco con una paradoja, pero les aseguro que aún en los detalles más ínfimos ustedes también se darán cuenta de que hoy no son iguales que ayer, y eso también, amigos, es tan impredecible como natural y ataca la esencia misma de la necesidad urticante de control con la que convivimos cada hora en que nos detenemos a pensar en el futuro, afincados en un mañana al que no sabemos si llegaremos pero para el que hay que prepararnos. Las predicciones en las que nos apoyamos, pues, no son más que otra ilusión dialéctica, un precario subterfugio consistente en un mínimo conocimiento que, por arte de magia, se transforma en certidumbre. Como si pudiéramos conocer a un gigante por uno de los cabellos de su cabeza, así nos vamos moviendo en torno al gran misterio de la vida, confiando en que esos pequeños fragmentos de supuesto conocimiento nos servirán de paraguas cuando la tormenta arrecie. No quisiera quebrar el cristal a través del que se ve la vida de nadie, pero quizás si dejáramos de concentrarnos tanto en lo que creemos que puede pasar y procesáramos el presente con esa misma precisión obsesiva le encontraríamos un significado más cercano a la realidad siempre confusa de existir. La fijación historicista por el pasado no es más que una construcción de sentido, del sentido mismo de esta herida absurda; y la obsesión por descubrir el futuro es un comportamiento similar, pero enfocado hacia un lugar un tanto más individual, el de la propia vida, la de uno, y su incierta extensión. Ambos son cara de una misma moneda, la de la evasión del hoy, un escape de lo doloroso que puede ser caer en la cuenta de que no existe más que esto que está pasando en este momento, que se va extinguiendo desde el segundo mismo en que uno cae por casualidad a esta tierra, y que si no se disfruta y se vive, si se pasa el tiempo previendo y atajándose, se perderá lo más interesante de todo, que es el hoy. Entonces, amigos, yo no sé qué carajo es el futuro, y mucho menos sé lo que nos deparará. Lo que sí sé es que si hay algo parecido a lo que yo quisiera que fuera el mañana de la música negra que tanto me gusta, está catalizado en la música por momentos absurda y por momentos concreta, contradictoria y fascinante, de minuciosa complejidad y maximalismos abstractos de Shabazz Palaces, un dúo con un tipo del que ya algo se dijo por acá y que sigue, irredento, en la búsqueda constante de una innovación sin compromisos, sin convenciones, simplemente una manera imaginativa y ambiciosa de vivir con el ojo en lo que está pasando hoy y el objetivo mayor de dejarle al mañana algo que sobreviva a la indómita prueba del tiempo.

Quien diga si esto sucede no está entre nosotros, pero eso es lo que menos importa. Ya les dije que no hay que pensar tanto en el futuro.

#yobrotha  
“Jim O’Rourke
Eureka
Drag City, 1999
320 kbps. | 99 MB aprox.
”
Cualquiera sea vuestra opinión, amigos de este espacio, acerca de la música comúnmente denomninada como “pop”, todas ellas deberían quedar en un segundo plano al momento mismo en que una...

Jim O’Rourke
Eureka
Drag City, 1999
320 kbps. | 99 MB aprox.

Cualquiera sea vuestra opinión, amigos de este espacio, acerca de la música comúnmente denomninada como “pop”, todas ellas deberían quedar en un segundo plano al momento mismo en que una canción incluida en dicho espacio -o etiqueta, como fuere que gusten de definirlo- traspasa las fronteras y los prejuicios y se transforma en parte inextricable de nuestras vidas. Al pop no hay que tenerle miedo, ni siquiera respeto, ni asco, ni repulsión. Después de todo, se trata de uno de los espacios más puros y prístinos de la música popular contemporánea en su conjunto, un lugar donde lo que “funciona” -esto es, lo que alcanza a pegar en el inconsciente de la gente con la suficiente fuerza como para volverse un negocio- se transmuta y extrapola en una variedad de posiciones y formatos, conformando un acervo cuyo interés primordial es la melodía, el dulce arrullo de la música hecho realidad. Eso, seguramente, sea lo que pensó Jim O’Rourke, sugestivo y movedizo muchacho cuyas aventuras por los márgenes más diversos de la música popular -y no tan popular- contemporánea hemos hecho un esfuerzo consciente por reseñar en este humilde espacio. Por supuesto, el recorrido de O’Rourke no sigue un camino señalado sino que más bien se diversifica, sinuoso, por senderos variopintos; esta cualidad hace muy difícil seguirlo con exactitud pero, a la vez, motiva la curiosidad y ensalza el verdadero valor del hallazgo como realización de una tarea, la de la búsqueda cuidadosa y al detalle. Sobre todo porque cuando hablamos de él estamos hablando de uno de los músicos más lúcidos de la última parte del siglo pasado y los comienzos de este, un tipo que supo construirse un perfil bien definido en el que pueden convivir los más estrambóticos trabajos experimentales y de avant-garde con la cancionística más simple y cuidada con laburos de producción que lo ponen entre los innovadores de un campo que gracias a él (y a otros sujetos de los que alguna vez también hemos hablado) incrementó su valía y volvió a tomar la preponderancia que supo tener en los años ‘60 y ‘70, cuando un buen productor era sinónimo de un producto logrado y, además, un valor intrínseco por sí mismo: por aquellos días se acostumbraba seguir el derrotero de un perillero tanto como el de los que estaban del otro lado del micrófono, pues cada uno de ellos tenía su estilo, su librito y, por ende, su sonido. Tal es el caso de O’Rourke, quien como ya hemos visto fue uno de los responsables -tal vez un partícipe necesario, o un cómplice- de la actualización del sonido country-rock de Wilco a las nuevas tendencias, trayendo a la palestra sonoridades extrañas y maneras de arreglar venidas del palo del avant-garde y las músicas más experimentales para aplicárselas a la cancionística oblicua y sensitiva de Jeff Tweedy y los suyos. Con Jim atrás del vidrio, Wilco se despachó con dos de sus discos más logrados, el Yankee Hotel Foxtrot de 2002 -cuya importancia desgranamos durante la semblanza de Loose Fur, el álbum de canciones sin el que no hubiera existido- y su continuador A Ghost Is Born de 2004, donde además de mezclar el disco ya tomó las riendas del proceso creativo desde la silla de producción. Pero difícilmente este sea el único mérito por el que se conoce a O’Rourke, aunque sí el más afamado de ellos. Como saben también por estas humildes páginas, durante los ‘90 Jim fue uno de los responsables del inimitable sonido de Gastr Del Sol, una de las aventuras más peculiares y únicas del rock estadounidense; mixtura del horriblemente llamado math rock con el también horrendamente llamado post rock, los drones y el avant-garde, Gastr Del Sol fue una unidad productiva que además del Camoufleur que aquí mencionamos (y que cerró su etapa discográfica) fue responsable de algunos de los discos más bonitos de una década pródiga en álbumes de buena factura y calidad compositiva.

Había algo en ese sonido dulce y expectante de Gastr Del Sol, algo que O’Rourke supo llevarse para los lugares donde puso su firma. Escucharlo es percibir un aire inminente, de vigilia sobre el que las notas -cual pequeños faquires entre los picos de la excitación- se deslizan con facilidad, intrincándose en la medida en que se combinan de manera tal que en esta yuxtaposición se halla el secreto inextricable de la mentirosa sencillez de sus composiciones. Sucede que lejos de ser uno de esos tipos que pontifican desde un supuesto púlpito, escondidos en las oscuras profundidades de un estudio de grabación desde el que elucubran maravillas que nunca nadie escuchará, O’Rourke es un deconstructor del sentido mismo de la música pop, un cuidadoso cirujano que arriba con perfección y justeza al hueso mismo de la cuestión sólo para descubrir su conformación, su ADN, y reconvertirlo configurando en el proceso el camino perfecto para la novedad. No debería ser extraño verlo jugando en las dos puntas, la del sonido más abstracto y trastornado -no por nada fue miembro de la formación más liberada y abstrusa de Sonic Youth, aquella de los extensos álbumes de improvisación titulados SYR y luego del recomendable Murray Street- y la de la más reposada y cancionera veta del asunto, como es el caso del precario y aleatorio historial de sus lanzamientos en el célebre sello de Chicago Drag City. Pareciera que cuando vuelve a su hogar (O’Rourke es un nativo de Illinois, pero desde hace unos años vive en Japón que, como dijimos, es la meca de la innovación musical hace ya un tiempito) Jim se relaja, se deja ir y canaliza la alegría de estar vivo y hacer música en volúmenes breves y simples, que a su vez son la viva expresión de sus muchas inquietudes. Por ejemplo, su trilogía solista inicial, que comienza en 1997 con el Bad Timing que inspiró a Jeff Tweedy a querer tocar con él, prosigue con este genial Eureka que editó en 1999 y encuentra un primer parate con Insignificance de 2001, lo tiene no sólo munido de una guitarra acústica con su voz frágil como principal vehículo, sino que además homenajea a un director de cine tan genial como poco valorado, el inglés Nicolas Roeg, a través de la repetición cronológica de títulos de sus filmes entre 1980 y 1985. Eureka, protagonizada por Gene Hackman, es la historia de un profesor de la remota región canadiense del Yukon que encuentra una montaña de oro y cree que en ella está la felicidad. Mudado a una paradisíaca isla del Caribe, debe lidiar con los avatares de la riqueza como pretexto para alcanzar la realización: una esposa alcohólica que lo detesta, una hija que está casada con un trepador que sólo lo busca por su dinero, y la mafia que quiere apropiarse de su isla para construir en ella un casino. Entrecruzando el suspenso, el noir y el drama, Roeg construye una historia en cuyo significado está entrañado el nada desdeñable consejo de no dejarse seducir por la riqueza como sinónimo de alegría, pues las preocupaciones del que tiene dinero siempre llevan al camino de la avaricia, el odio y la violencia. Es aquí donde debemos elaborar un marcado contraste con el sonido que, quince años después, Jim O’Rourke eligió para su segundo disco solista, el último que editaría antes de la experiencia con Wilco. Calmo, de una dulzura impenitente, se trata de un álbum pequeño, casi minúsculo pero, como uno de esos barcos que reposan dentro de botellas, ha sido construido con una dedicación al detalle obsesiva y meticulosa. El prístino interjuego de las acústicas y las voces que decora la repitencia del mantra de “Women Of The World”, una apertura tan delicada como perfecta, es un ejemplo ideal: a partir de una secuencia lírica y musical de simpleza atronadora, O’Rourke es capaz de enternecernos en la medida en que nos sume en uno de sus característicos crescendos. La atención al límite, puesta allí, en los momentos concéntricos que van descubriendo pequeñísimas capas de sonoridades que se van incorporando a la mezcla, mutándola, y los sonidos en una consonancia sutil y deliciosa, expansiva. Poco más de cuarenta minutos le bastan a O’Rourke para meter de lleno al escucha en su mundo, abriéndole la puerta de sus variopintas sensibilidades a partir de un cuidado por el arte de la canción que refleja a su vez un respeto por las tradiciones y una saludable tendencia a innovar a partir de ellas, dualidad cuyo destino conduce no sólo los buenos momentos de Eureka sino la mismísima carrera del propio O’Rourke.

Los invito a descubrirlo, entonces.

“Spinetta/Páez
La La La
EMI, 1986
320 kbps. | 167 MB aprox.
”
En 1986, Luis Alberto Spinetta editó por Interdisc su séptimo álbum solista, Privé. Primero para él luego de dos años de parate (su último registro había sido también el final de Spinetta...

Spinetta/Páez
La La La
EMI, 1986
320 kbps. | 167 MB aprox.

En 1986, Luis Alberto Spinetta editó por Interdisc su séptimo álbum solista, Privé. Primero para él luego de dos años de parate (su último registro había sido también el final de Spinetta Jade, Madre En Años Luz), marcó para él dos cuestiones pivotales. La primera es una profundización de la experimentación con los sonidos sintéticos y programaciones en los que había incursionado en gran parte de Mondo Di Cromo (1983), en línea con los avances tecnológicos de la época y sus posibilidades de producción. El resultado, visto con los ojos siempre cínicos del futuro que mira al pasado, es una realización más bien rústica, datada, quizás excesivamente robótica, que le da a ambos álbumes -pero sobre todo a Privé, donde se palpa más fehacientemente- un tono espectral y fantasmagórico, estableciendo aún más distancia entre la aviesa poesía spinetteana y sus destinatarios a través de arreglos e instrumentaciones cuyo sentido melódico está subordinado a los medios por los que fue canalizado. Este ánimo distante que se percibe tanto en las letras como en la música de Spinetta es un reflejo fiel de los constantes coqueteos del querido Flaco con la masividad que le legaran sus proyectos más populares, de los que renegó y bebió casi con la misma asiduidad. Para él, parecía, esa popularidad era un corset innecesario, pues lo supeditaba a ser meramente un médium de aquello que la gente quería escuchar en lugar de dejarse ser y liberarse a la experiencia creativa, tal como le gustaba. La resistencia que tuvo Privé en su tiempo sólo fue empardada por la otra cuestión que demarcó su mismísimo lanzamiento: se trata, en esencia, del primer álbum editado en la vera del fracaso de la que a la postre hubiera sido la alianza compositiva más importante de la historia del rock argentino, aquella que iba a reunir a Spinetta con el otro gran artífice de la música del país en los años ‘80, Charly García. En 1984, Charly había editado su tercer disco solista Piano Bar, en el que se encontraba hacia el final “Total Interferencia”, un tema escrito a cuatro manos entre las dos deidades del rock de acá que sería el primer antecedente de la unión en la que decidirían incursionar al año siguiente. Por supuesto, la genialidad no alcanza como pretexto único para el éxito de un proyecto tan ambicioso, y así fue que lo que parecía una gran idea en la teoría tuvo una praxis tan equívoca como predecible. Aunque disfrazado bajo otros pretextos, lo que ocasionó el derrumbe de la sociedad Spinetta-García fue, esencialmente, el ego; la potestad de la manija de la proverbial sartén. El Charly de mediados de los ‘80 era una bola de energía, un músico tan prolífico como errático, un noctámbulo incurable con una profusa afición por los excesos y las noches de vigilia creativa. En tanto, el Flaco de ese mismo tiempo ya se había convertido en todo un padre de familia, lo que a su vez precipitó la disolución de su popular proyecto Spinetta Jade en favor de una vida más reposada y atenta a las vicisitudes de su círculo de afectos en vez de esclava de los avatares del comercialismo. Las colisiones, entonces, eran más que anunciadas: García llamando a Spinetta desde el estudio a contraturno, Luis estipulando horarios de ensayo y grabación estrictos en derredor de su actividad familiar sólo para que Charly no los respetara, noches extensas de droga y creación que el espíritu y la energía de García querían expandir todavía más. Spinetta diría que en ese tiempo se sintió “demasiado necesitado” por una personalidad expansiva y avasallante, lo que lo alejó del proyecto cuando apenas sí habían grabado una única canción, la archiconocida “Rezo Por Vos”, cuya presentación en televisión es a su vez memorable documento y sanción final para la unión: cuenta la leyenda que una videocasetera programada para grabar el momento ocasionó un incendio que destruyó el departamento donde vivía Charly, funesto momento que decretó, para ellos, el momento de abandonar una alianza tan prometedora como maldita.

Toda la rabia por este proceso trunco fue reflejada por el Spinetta de Privé, que le dedicaría varios momentos a los pormenores que hicieron fracasar la grabación del disco a dúo, siempre mediante su esquiva poética: “Pobre Amor, Llámenlo” menciona directamente a García en versos -“hoy Carlos partió sin esperas desde un no lugar, y algo que noquea nos quedó aquí como el speed de la luz; acaso un adiós”- donde se entremezclan la frustración y el dolor con magistralidad, y a su vez “La Pelícana Y El Androide” y la consabida “Rezo Por Vos” (aunque tocada en otra tonalidad, el Flaco siempre dijo que era más de Charly que suya) son parte de la lista de canciones de un disco compuesto casi exclusivamente con la ayuda de una máquina de ritmos propiedad, justamente, del propio García. Como puede verse, para Spinetta lo que quedó detrás no fue apenas un proyecto de álbum: se trata de un necesario ejercicio de concordia, devenido seguramente de los pocos años que habían transcurrido entre el agudo dolor del Proceso y la aún precoz democracia que, con su apertura, sugería los nuevos caminos por los que crear. Seguramente el Flaco pensó que Charly y él mismo serían los voceros ideales de toda la novedad que se venía dibujando en el rock de entonces, García con su acopio y uso inteligente de las máquinas y sintetizadores como manera pivotal de expresar emociones y él con su curiosidad infatigable y capacidad inimitable para la composición. Pero no todo fueron malas noticias para el Spinetta modelo ‘86, ya que lejos de hundirse en la desilusión del fracaso supo capitalizar lo aprendido en nuevas maneras creativas, bien fiel como siempre fue a la estirpe que le indicaba siempre que la forma de salir era hacer, poner a laburar la cabeza, y que lo demás lo seguiría. Una de las figuras de la renovación del rock argentino durante la democracia fue, como ya lo hemos dicho por aquí, un joven rosarino llamado Fito Páez. Páez empezó a vislumbrarse como una figura desde su rol de arreglador y pianista de algunos de los más populares intérpretes de la llamada trova rosarina, en especial Juan Carlos Baglietto. De ahí su salto fue exponencial, como pasar del secundario a la universidad: lo convocó el propio García para que fuera parte de la banda que lo ayudaría a presentar su transgresor y brillante Clics Modernos, en 1983, reemplazando nada menos que a Andrés Calamaro. Páez, a su turno, aprovechó ese lugar (bien ganado) como gran cosa nueva del rock nuestro para agenciarse un contrato discográfico como solista con EMI, que en años sucesivos le editaría los magníficos Del 63 (1984) y Giros (1985), confirmándolo como un digno aspirante al nivel de preponderancia que por entonces ya ostentaban sobradamente tanto Charly como el Flaco. Caliente como estaba con la idea de una alianza que fuera representativa de aquel momento álgido, Luis le propuso a Fito grabar un álbum de canciones a dúo, compartiendo en partes iguales las responsabilidades de composición y arreglos, lo cual Páez aceptó sin dudar, maravillado por la posibilidad de trabajar consecutivamente con sus dos mayores ídolos, esos que lo habían hecho volcarse a la música. Por esos días Spinetta se hallaba enfrascado en una lectura comprehensiva de los textos del francés Michel Foucault, cuyas ideas sobre sexualidad, violencia y poder -que estaban muy en boga allá por los ‘80- lo seducían particularmente. Este conocimiento, transmitido a su turno al propio Fito, demarcó de manera clave el elefantiásico álbum doble que escribieron a dúo, que se llamó La La La y salió por EMI (que renegó mucho de él, porque quería otro disco solista de Páez y no uno a dúo con el esquivo Spinetta) en diciembre del ‘86, pocos días después de la funesta tragedia que inspiraría el incendiario y rabioso Ciudad De Pobres Corazones que sería la consagración de Páez en 1987. Pero antes está este La La La, un álbum heterogéneo en tanto es la cruza directa de los estilos de ambos (un Fito más directo con un Luis más volador, un Páez melódico y un Spinetta experimental) en un marco de plena aceptación y complacencia, donde nada parecía estar prohibido sino que la regla era que el producto final mostrara todo lo que ambos podían dar. Obras maestras del rock argentino como “Cuando El Arte Ataque”, “Parte Del Aire”, “Todos Estos Años De Gente” y “Un Niño Nace” son apenas botones de muestra de una unión que además de ser importante para su tiempo lo es aún más hoy en día, cuando los egos y ambiciones impiden que aquellos cuyas voces resuenan más fuerte en el corazón del pueblo reúnan sus voluntades y las hagan sonar en armonía.

Una excusa más, además, para celebrar la interminable obra del gran Flaquito.

“The Residents
Eskimo
Ralph Records, 1979
320 kbps. | 89 MB aprox.
”
Así como se dice que para los esquimales existe un centenar de palabras que dan cuenta de los diversos estados de la nieve que es su hábitat natural, asimismo puede decirse que se...

The Residents
Eskimo
Ralph Records, 1979
320 kbps. | 89 MB aprox.

Así como se dice que para los esquimales existe un centenar de palabras que dan cuenta de los diversos estados de la nieve que es su hábitat natural, asimismo puede decirse que se han construido un sinnúmero de mitos en derredor de sus personas, que ciertamente representan uno de los misterios más grandes de la antropología. Se trata en esencia de hombres no de hielo, pero que viven permanentemente en él, rodeados de una inmensidad tan blanca como inasequible, y que en esos parajes que para cualquiera serían impenetrables han desarrollado una vida tan compleja y fascinante que su enigma inextricable difícilmente pueda ser descubierto en lo que nos queda de vida en este planeta. La existencia misma de los esquimales en esta tierra debería servir para llevarnos a una reflexión, esa que nos indica que no es necesario ejercer el absurdo y obsesivo control con el que queremos mantener a raya nuestro contexto; no al menos con la convicción ciega con la que se acometen ciertos análisis antojadizos y desconocidos que en lugar de ayudarnos a comprender e integrar cierta parte de lo que no conocemos en nuestras vidas lo decoran con una pátina mítica, y en ocasiones, devenida del prejuicio. Justo como hablábamos al comienzo mismo de estas palabras del que es quizás el mito más difundido sobre esta peculiar civilización, ese que es devenido de las supuestas múltiples acepciones que de una palabra tan trivial (para nosotros) como nieve tiene para ellos como factor fundamental de su existencia y su circunstancia, justo así y sin quererlo nos vamos alejando de una efectiva comprensión de la aparición en la tierra de esta gente que sí, es como nosotros, pero que tampoco es exactamente igual y a la que es justo por eso por lo que no deberíamos juzgarla como tal. Buscar someter a un esquimal al corset idiosincrático de la civilización occidental es un error fatal, pues ya desde su personalidad, pasando por la manera en que se organizan y llegando, claro, a la economía y los usos de su lenguaje, estos tipos pertenecen a un plano de la existencia que no tiene mucho que ver con la pertinaz occidentalización a la que siempre recurrimos sino más bien a las maneras y formas del lejano oriente desde el que llegaron siguiendo las mareas, desembocando en un lugar desconocido que cambiaría sus vidas para siempre. Se supone que los esquimales son los descendientes de un pueblo que no tiene un nombre definido, pero al que se lo conoce como el de la “tradición de herramientas pequeñas”, esto vinculado al que es su principal aporte práctico, el de haber llevado el arco y flecha y las cuchillas hechas de pequeñas piedras desde el este de Asia, atravesando el estrecho de Bering y llegando a las áridas costas árticas de Canadá, Groenlandia y Alaska siguiendo con fruición los procesos migratorios de las focas y los salmones que abundaban por allí, moviéndose paulatinamente a la vez que las corrientes y los climas iban arrastrando la fauna cada vez más allá. Lo que siguió fue un proceso delicado y fascinante, que es el del establecimiento y mestizaje de los distintos pueblos en tierras americanas para formar un auténtico linaje indígena (que abarcó además de los países mencionados el este de Siberia, en el continente europeo) cuyas diversas y sutiles variantes lingüísticas se volvieron los factores primordiales de su diferenciación. De hecho, eventualmente -y fieles al mandato revisionista que cuestionó las narrativas mayoritarias- los esquimales impusieron que aquel nombre con el que los llamaba el hombre blanco no los representaba, pues era una perversión de su propio lenguaje y significaba “gente que come carne cruda”, y que a este término derogatorio e insultante le contrapondrían el más auténtico inuit, “pueblo” en la mayoría de los dialectos que se hablan por allá. La historia del gentilicio esquimal sirve como muestra de lo equivocados que estamos cuando a la milenaria sabiduría oriental le queremos imponer por la fuerza la sistematización de la filosofía occidental. Entender no implica definir, sino preguntarse para comprender.

Algo de eso hay en la visión satírica y cáustica con la que los Residents encararon la obra que hoy les presento, un peculiar y desconcertante volumen al que llamaron justamente Eskimo. Conscientes de todos estos puntos que elaboramos por aquí, que refieren a una civilización sobre la que los estudios etnográficos y antropológicos no habían podido echar demasiada luz, los inefables muchachos cuyas ojonas figuras ilustran estas palabras se lanzaron a la propia, pero no con la pretensión definitoria y documental con la que los grupos de estudio se acercaban a los inuit sólo para que los sacaran cagando por invasores de sus dominios. No, de hecho lo que ocurrió fue justamente todo lo contrario. Conocidos por sus experimentaciones de corte interdisciplinario, que no se limitaban a la música sino que la incluían apenas como uno de los factores de una propuesta donde se entrecruzaban lo visual, lo escénico, lo sonoro y lo plástico -los factores que en nuestros días conocemos como “multimedia”, digamos- los Residents se propusieron una tarea inusual y desafiante para esta nueva producción. Este colectivo artístico, como sabrán, venía marcado a fuego por estos dos adjetivos casi desde su conformación, pero había tenido un suceso particular a partir de 1972, cuando entraron en lo que se conoce como su era discográfica. El ‘72 no es un año elegido al azar, sino más bien lo contrario: siempre afines a mofarse de la estructura corporativa que tanto le conocemos a los yanquis, en ese año los integrantes de la Cryptic Corporation -nom de scène usado por el grupo que estaba detrás de las instalaciones y grabaciones de los Residents- se mudaron a la soleada San Francisco desde la más pequeña San Mateo, en el enclave hoy conocido como Silicon Valley. Sí, los Residents vieron la luz, vaya paradoja, en la meca tecnológica del mundo. Ya afincadas en esta ciudad conocida por su potencial artístico, las cabezas de Cryptic decidieron hundir sus patas en el barro musical fundando el primero de sus muchos desprendimientos, el sello discográfico Ralph Records. La finalidad era clara: dominar el mundo darle a los Residents el lugar que otras discográficas (entre ellas la Warner a la que le dedicarían todo un álbum) no le habían ofrecido a las músicas extrañas y poderosas de este grupo tan especial. El primer lanzamiento de Ralph coincidió, como no podía ser de otro modo, con el primer simple de The Residents (por entonces, y siguiendo con la parodia corporativa, Residents Unincorporated) “Santa Dog”, una suerte de single navideño que salió en diciembre del ‘72. De allí en adelante el grupo se dedicaría casi exclusivamente a la edición de una retahíla de lanzamientos discográficos variados, a partir de su debut Meet The Residents (1974) con su tono burlón a la iconografía beatle y pasando por The Third Reich ‘N’ Roll (1976) -un pastiche de hits de los años ‘60 entremezclado con iconografía nazi- hasta Fingerprince, de 1977, que es donde se da la génesis de lo que un par de años después sería Eskimo. Toda esta actividad discográfica siempre estaba puntuada, como no podía ser de otra manera, por aventuras del grupo en el mundo de lo audiovisual, la más importante de ellas el proyecto Vileness Fats (1972-1976) cuyo expansivo y ambicioso argumento ocasionó que las catorce horas de filmación fueran finalmente guardadas y el film descartado. Para entonces, empero, los Residents tenían en la cabeza una idea interesante y, parecía, nunca antes realizada: ¿qué pasaría si en lugar de contar una historia, los sonidos (las canciones, esto es) fuesen la banda sonora de un cuento que ocurriese en ese momento? El experimento se les antojó ideal para contar la historia apócrifa de una civilización, y eligieron justamente una cuyo recorrido no había sido nunca documentado debidamente, siempre afincado en prejuicios y supuestos: la de los esquimales. Los muchachos construyeron entonces una serie de pequeñas historias que detallaban con datos supuestamente biográficos momentos importantes en la vida de los esquimales (el nacimiento, la caza, las fiestas nativas) y se dieron a musicalizarlas. El álbum resultante, Eskimo, supuestamente estuvo listo ya hacia 1977, pero fue lanzado dos años después y es considerado la obra maestra de The Residents. Empezando por la portada, que los muestra por primera vez con los trajes que se volverían representativos de la banda, y siguiendo por las músicas intrigantes y atmosféricas, compuestas a partir de collages sonoros y efectos, Eskimo puede ser una experiencia sensorial compleja y completa, una aventura por los márgenes de la mente construyendo historias y recreando escenarios en el fértil campo de la imaginación abierta por obra y gracia de estas canciones.

Arrímense entonces, metan la cabeza en el iglú y a disfrutar.