Shabazz Palaces
Lese Majesty
Sub Pop, 2014
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¿Qué es el futuro? ¿Por qué nos importa tanto hacia dónde vamos, y cómo? ¿Existe alguna respuesta al interrogante que acucia más que el tiempo que transcurre, irredento? ¿Cuándo fue que empezamos a preocuparnos por el mañana? No me imagino a uno de los primeros homínidos que habitaron este planeta pensando, con sus arrebatos aleatorios de conciencia, en la posibilidad de que un día sea otra cosa que una imitación de su antecesor y una imitación de su posterior inmediato. Entonces esto tiene que ver no con la noción del tiempo como algo lineal, reiterado y constante, sino con una idea primaria: la de la evolución. Tiene lógica, si lo pensamos. Después de todo, si estamos aquí es -en teoría, como siempre hay que aclarar- gracias a ese proceso evolucionario, que comporta una suerte de mutación en la esencia que nos hace seres vivos; un cambio paulatino, pero constante, lento, pero progresivo y, por sobre todas las cosas, indetenible. Es por esta fijación con la teoría evolucionaria, supongo, que cada tanto nos ponemos a pensar en el futuro, y en la posibilidad de vislumbrar de alguna manera en que consistiría. Por supuesto, la tentación de elaborar ucronías es avasallante, casi diría que inevitable. Así como nos valemos de la evolución para justificar nuestra fijación con el pasado, no es menor darse cuenta de que el sostén verbal de lo que somos se estructura en derredor de teorías, es decir, de elaboraciones conceptuales cuyo peso de prueba es constante, tal como el tiempo, y cambiante, tal como nosotros. Cualquier dato contradictorio puede modificar las variables que conocemos y sobre las que basamos nuestra conciencia, tal como los hechos y fenómenos que nos sobreexisten modifican nuestro tejido hasta hacernos cambiar, adaptarnos, evolucionar. Lo que más miedo nos da es aquello que no podemos manejar, lo impredecible, lo inasible. Hemos venido a esta tierra con la ilusión del control, de que tener una mente que es capaz de procesar información y estructurarla nos da poder sobre las fuerzas naturales que son a la vez nuestro cobijo y nuestra sepultura. Día a día, empero, nos terminamos dando cuenta de que nuestra evolución no depende de aquella data que manejamos, atesoramos y clasificamos sino de cuestiones que no podemos manipular a nuestro gusto. Por eso nos movemos alrededor de la noción de un futuro concreto, de un mañana -a mediano, corto o largo plazo- que es también inexorable. El sol sale y luego se esconde, eso es todo lo que sabemos; en consonancia con esto creemos saber que en las entrañas de ese mañana que se abate, soleado, sobre nosotros se esconde la amenaza de la pérdida de control. Por eso nos preparamos, nos blindamos, hacemos teorías sobre lo que va a pasar y a partir de ellas construimos el templo de nuestra propia existencia. Ese es el engaño del pensamiento a futuro, el abandono total del hoy para organizar el blindaje del mañana, la voluntad inquebrantable del ser humano, la confianza en el propio intelecto como manera de combatir lo que de todos modos va a pasar. La amenaza perenne de la muerte irguiéndose sobre nuestras cabezas con precisión damocleana, y nosotros armando castillos ficticios llenos de palabras y previsiones para pensar que al menos podremos dormir mejor cuando llegue ese momento en que no nos vamos a despertar jamás; enfrentados además a la paradoja fatal de no saber exactamente cuándo va a ser. La ilusión del control derrumbándose, entonces, como el castillo de naipes de nuestras previsiones, enfrentada a lo impredecible, lo natural, lo único que es cierto: que nunca sabremos qué nos deparará el mañana. ¿Ustedes cuándo creen que los dinosaurios supieron que algo andaba mal? ¿Creen que esa realización les dio tiempo a prepararse para lo que estaba por venir, o simplemente se achicharraron ante el peso indefectible de ya no ser? Entonces, vuelvo a la primera pregunta, amigos: ¿qué es el futuro?
Vivimos en una civilización fijada en el pasado, obsesionada por deconstruirlo, sobreanalizarlo, metabolizarlo para alcanzar la homeostasis de nuestras conciencias. Si le encontramos sentido a la existencia que nos tocó dentro del gran esquema de las cosas que nos preexiste y nos enterrará, entonces será que habremos llegado a la iluminación que supone darse cuenta de que no estuvimos acá ocupando oxígeno al pedo, sino que todo lo que hicimos fue una nota armónica en la consonancia melódica del universo. Por supuesto, no todos podemos transformarnos en seres históricos, y quizás por eso es que nos obsesionamos con la fama y la fortuna, formas mutadas del heroísmo con el que blasonamos a los tipos que se hicieron trascendentales conquistando por la vía de la sangre, expiando sus propias vidas miserables a través de las que le arrebataban a los demás, los anónimos, los que nunca supieron que el sentido de su estadía en el mundo era eternizar la de su propio oponente (otra de las tantas ironías del ser humano). Pero eso tampoco nos hará eternos, porque -en esto espero no ser demasiado sorpresivo- la eternidad no existe. No estoy diciendo esto porque el concepto de eternidad sea inasible para nosotros, meros mortales, sino porque más allá de lo que ven los ojos lo eterno también es perecedero en su transformación y extinción, en su reinvención y adaptación. Si adherimos a las máximas de Heráclito (no por nada conocido como “el oscuro”) la permanencia sólo es, por sí misma, impermanencia. Nunca somos los mismos, no hay mañana que no nos encuentre modificados de una manera tal que trasuntamos tantas existencias como días haya en los que nos hayamos transformado. Nuevamente aquí los ataco con una paradoja, pero les aseguro que aún en los detalles más ínfimos ustedes también se darán cuenta de que hoy no son iguales que ayer, y eso también, amigos, es tan impredecible como natural y ataca la esencia misma de la necesidad urticante de control con la que convivimos cada hora en que nos detenemos a pensar en el futuro, afincados en un mañana al que no sabemos si llegaremos pero para el que hay que prepararnos. Las predicciones en las que nos apoyamos, pues, no son más que otra ilusión dialéctica, un precario subterfugio consistente en un mínimo conocimiento que, por arte de magia, se transforma en certidumbre. Como si pudiéramos conocer a un gigante por uno de los cabellos de su cabeza, así nos vamos moviendo en torno al gran misterio de la vida, confiando en que esos pequeños fragmentos de supuesto conocimiento nos servirán de paraguas cuando la tormenta arrecie. No quisiera quebrar el cristal a través del que se ve la vida de nadie, pero quizás si dejáramos de concentrarnos tanto en lo que creemos que puede pasar y procesáramos el presente con esa misma precisión obsesiva le encontraríamos un significado más cercano a la realidad siempre confusa de existir. La fijación historicista por el pasado no es más que una construcción de sentido, del sentido mismo de esta herida absurda; y la obsesión por descubrir el futuro es un comportamiento similar, pero enfocado hacia un lugar un tanto más individual, el de la propia vida, la de uno, y su incierta extensión. Ambos son cara de una misma moneda, la de la evasión del hoy, un escape de lo doloroso que puede ser caer en la cuenta de que no existe más que esto que está pasando en este momento, que se va extinguiendo desde el segundo mismo en que uno cae por casualidad a esta tierra, y que si no se disfruta y se vive, si se pasa el tiempo previendo y atajándose, se perderá lo más interesante de todo, que es el hoy. Entonces, amigos, yo no sé qué carajo es el futuro, y mucho menos sé lo que nos deparará. Lo que sí sé es que si hay algo parecido a lo que yo quisiera que fuera el mañana de la música negra que tanto me gusta, está catalizado en la música por momentos absurda y por momentos concreta, contradictoria y fascinante, de minuciosa complejidad y maximalismos abstractos de Shabazz Palaces, un dúo con un tipo del que ya algo se dijo por acá y que sigue, irredento, en la búsqueda constante de una innovación sin compromisos, sin convenciones, simplemente una manera imaginativa y ambiciosa de vivir con el ojo en lo que está pasando hoy y el objetivo mayor de dejarle al mañana algo que sobreviva a la indómita prueba del tiempo.
Quien diga si esto sucede no está entre nosotros, pero eso es lo que menos importa. Ya les dije que no hay que pensar tanto en el futuro.